Wilhelm Reich: con él comenzó la revolución sexual
POR James M. Murphy
La revolución sexual fue un proyecto de la contracultura que proveyó no sólo algo más personal sino más duradero que la política en la que se prodigaba demasiada preocupación y dinero
(islingtongue.blogspot.com)
Los habitantes de Europa central de fin de siècle pensaban mucho en el sexo. Los clubes nudistas se multiplicaron para tratar la lujuria con la luz del sol, mientras que los sobrios médicos los envolvían en su taxonomía especializada para adecuarlos al resto del conocimiento humano. Psychopathia Sexualis (1886) de Richard Krafft-Ebing fue una obra muy leída, a pesar de que partes del libro fueron impresas en latín “para desalentar a los lectores legos”. Frühlings Erwachen de Frank Wedekind retrataba la angustia de la pubertad, mientras que Reigen de Arthur Schnitzler el patetismo de una noche en vela, al tiempo que Sex and Character (1903) de Otto Weininger, intrigó tanto a Wittgenstein como a Hitler (Freud lo odiaba) con su argumento de que la abstinencia sexual en los hombres (las mujeres eran incapaces de ello) representaba la división de la labor cultural entre los sexos (“El hombre posee un pene, pero la vagina posee a la mujer). Para el año 1900, y la publicación de su Interpretación de los sueños, Freud había ganado su cátedra y puso en práctica las ideas que colocó la naciente revolución sexual en su camino. Veinte años después, su tipo curia Sociedad Psicoanalítica de Viena atraía a una nueva generación de seguidores de la posguerra, entre ellos a un estudiante pobre de provincia: Wilhelm Reich.
Reich tenía una historia personal que provocaba que cualquier psicoanalista sacara su cuaderno de apuntes. Su desconcertantemente cándida autobiografía Pasión de juventud (publicado después de su muerte en 1957) habla de una precocidad sexual freak –a los cinco años escuchaba al personal de la casa haciendo el amor y tendría relaciones con la cocinera seis años más tarde, por no hablar de la escabrosa experimentación con los temas de su país encontrados en la granja de su padre en Bukovina. También hubo una tragedia familiar traumática: su padre lo forzó a confirmar las sospechas de que su querida madre tenía una aventura amorosa, después de lo cual tuvo dos intentos de suicidio, el segundo con éxito. Cuatro años en las trincheras de la Primera Guerra Mundial pudieron ser un alivio de la vida en la granja.
Psicoanálisis y marxismo
Wilhelm Reich (atlasobscura.com)
Tenía 22 años y todavía estaba en la escuela de medicina, cuando el círculo de Freud le dio la bienvenida. Pronto, Reich fue considerado como el más prometedor de los nuevos reclutas. Pero él no podía ignorar las revoluciones políticas que hervían en Europa Central después de la guerra. Se unió al Partido Comunista de Austria y más tarde al Alemán e hizo labor en la Asociación Alemana para las Políticas Sexuales Proletarias (Sexpol), con la esperanza de usar el psicoanálisis como un medio para cambiar a la sociedad más que una terapia para rescatar a los individuos neuróticos. En Berggasse 19, el hecho de que la vida mental fuera una construcción social, en vez de la inevitable lucha de una sexualidad infantil conflictuada, era visto como una herejía, un “fanatismo político”, como lo describió el biógrafo de Freud, Ernest Jones. Freud argumentaría más adelante en La civilización y sus descontentos (1930) que a lo mejor que podemos aspirar es a controlar la tensión creada por la energía libidinal: la neurosis no se cura por “vivir libremente” fuera de la sexualidad, el evangelio que Reich predicó el resto de su vida, en lo que Christopher Turner describe como un esfuerzo para “reconciliar el psicoanálisis y el marxismo”.
Pocas cosas en la vida demuestran el problema cuerpo-mente de forma tan interesante como la sexualidad, y Freud alguna vez especuló si la libido puede ser “de naturaleza eléctrica o compuesta por algunas sustancias químicas”, una variación de la idea de los humores que estaba presente desde Hipócrates. Por prudencia, tal vez, no llevó más adelante esas ideas: su modelo de mentalidad humana había sido cosificado para satisfacción de él y de sus colegas y había poco que ganar atrayendo el escrutinio de fisiólogos y neurólogos, con sus incansables exigencias de medición y verificación. Reich fue más temerario que su maestro, así como menos sutil, y sin duda tentado por la posibilidad de descubrimientos que pudieran eclipsar a los del propio Freud, y colocar al psicoanálisis en igualdad con otras especialidades médicas que se establecían año con año.
Intuición personal
Sigmund Freud (mythosandlogos.com)
Pero al igual que muchos visionarios, Reich no siempre pudo ver el mundo como otros lo hacían. Turner dibuja un paralelismo sutil entre la “máquina de influir” en la ilusión –la creencia en una fuerza externa manipuladora a menudo evocada en la enfermedad mental— y la propia cosificación de Reich de una energía sexual abstracta, y pregunta si el propio Reich había “cruzado la línea entre el genio y esquizofrenia que él mismo había definido”. Reich también trabajó bajo una pronunciada deformación profesional, de la cual, como suele ser el caso, no parecía darse cuenta. Había aprendido a confiar en la intuición personal como técnica de investigación, y para juzgar el valor de las conclusiones que estuvieran bien sustentadas con una hipótesis aprobada. Ernest Gellner observó, “La licencia cognitiva corrompe. El piensa que bien podría terminar con poca capacidad para distinguir entre tener una idea, tener una idea con un significado preciso, y conociendo que es verdad”.
La pregunta que Turner plantea aquí es la que todos nos hacemos: “¿Por qué una generación trata de perder sus represiones sexuales adentrándose en una cabina?”
Reich ciertamente pensó lo que él tenía: “Siento la mayoría de las cosas antes de comprenderlas realmente. Y lo más importante, las ‘intuiciones’ por lo general resultan ser correctas”. Esta confianza por parte de Reich parece haber borrado la línea entre la mayoría de la gente para reconocer lo ficticio y lo que puede llamarse lo fáctico: entre, por ejemplo, una memoria recobrada y el resultado de un análisis de sangre. Para empeorar las cosas, Turner señala que Reich no está calificado como fisiólogo y no estuvo dispuesto a escuchar los consejos de aquellos que se los daban. Mediante la conexión de los sujetos (figurativa y literalmente) a los voltímetros, él esperaba leer el lenguaje de la pasión en términos de electrodinámica. “El concepto de Freud de la libido”, declaró, “ya no es un ejemplo”. Sesiones maratónicas en el microscopio estudiando un puré de verduras lo convencieron de que observaba a los agitados cuantos de la energía orgásmica. Él los llamó Bions: otros los conocen como bacterias comunes.
Reich llamó a esta materia de vida (había sido un lector devoto de Bergson) Orgone, y pensó que, por ser imperceptible e inconmesurable, que entre más experimentaba uno los orgasmos superiores, cuanto más acercaba a la condición de “hombre genital”, libre de neurosis y mejorado, no en conflicto por la sexualidad. Debido a la “plaga” de la represión sexual, sin embargo, construimos una defensa somática (“armadura corporal”) que reduce nuestra receptividad al Orgone. Reich ideó una “terapia vegetativa” para hacer frente a ese tipo de defensa: ejercicios de respiración, abuso verbal y en ocasiones masajes dolorosos. Algunas personas dijeron que fueron ayudados por él.
Exiliado
Acumulador Orgone (flickr.com)
Es fácil reírse en la era de la Guerra de las galaxias de la ciencia que Reich produjo, así como el público alguna vez fue entretenido por los habitantes de Bedlam. Pero Turner tiene una historia seria que contar, parcialmente de la vida de su personaje, pero más aún del impacto que éste tuvo en su época. Sobre esa base, las dudas sobre la cordura de Reich, muchas de las cuales se expresan en su vida, son irrelevantes. Con sólo un raro lapso de uso sarcástico de las comillas, Turner nos ofrece un recuento directo, sin prejuicios, de la carrera de Reich pese a “los dispositivos cada vez más intrincados para combatir las fuerzas que conjuraban en su propia mente”.
Demasiado comunista para sus compañeros médicos, demasiado freudiano para los marxistas, Reich fue expulsado de ambos partidos comunistas, y se encontró a la defensiva en la Conferencia Internacional de la Asociación Psicoanalítica Internacional en Lucerna de 1934, cuando Anna Freud lanzó varias acusaciones contra él. (Las disputas doctrinales, que ocurrían frecuentemente en esos hervideros de egos carismáticos, se convirtieron en asuntos personales. Anna Freud analizaba en esos momentos a la ex esposa de Reich, Annie, y la animaba a que considerara a Reich un desequilibrado mental). A finales de los años 30, “él estaba exiliado en todas las formas posibles”, escribe Turner, rechazado en Noruega, Dinamarca y Suecia, portando un pasaporte alemán con un sello inútil: “Judío”; rechazado por dos partidos comunistas y su asociación profesional, divorciado y separado de su familia. Su único refugio fue Estados Unidos, donde finalmente terminó asentándose en los poblados bosques de Maine.
Ahí desarrolló el dispositivo que lo condujo a una duradera aunque inesperada celebridad y también a su desgracia final. El Acumulador Orgone –o Caja Orgone—, una variación de la caja de Faraday, una cabina sencilla lo suficientemente grande como para sentarse, construida de madera y metal, que presuntamente servía para atrapar y concentrar el Orgone mejora-vidas. Cientos de estos dispositivos terminaron en pisos pequeños del Greenwich Village y en los patios traseros de todo el país. Por difícil que resulte creer, Reich logró convencer al escéptico Einstein para, en conjunto, realizar experimentos que midieran las diferencias de temperatura alrededor y dentro de una caja de Orgone, lo que demostraría que algo se acumulaba en su interior. Los experimentos no encontraron nada: se perdieron varios días en la búsqueda de una teoría de campo unificada.
Escupir la manzana
(vishwawalking.ca)
El argumento de Turner es que, “a través de la historia de la caja de Reich es posible descomprimir la historia de cómo el sexo se convirtió en política en el siglo XX, y cómo se encontró con Hitler, Stalin y McCarthy en el camino”. Haciendo a un lado su incongruente agrupación de los villanos de la guerra y de la Guerra Fría, Turner tiene dificultades para persuadirnos de un vínculo entre el sexo y la política, aunque explora una amplia zona de la historia moderna en su intento. Las políticas de Occidente, al final, resultaron ser contrarrevolucionarias, incluso en el mediano plazo, empezando con la supresión de Stalin de la democracia de partido y culminando con el colapso del Estado soviético: la transformación de la sociedad en el tercer mundo y de la tecnología en el primero no fueron realmente políticas para Reich o sus seguidores.
Cualesquiera que sean sus limitados objetivos terapéuticos, sin embargo, las ideas de Freud y Reich (y de sus seguidores) no sólo medicaron sino de-moralizaron la sexualidad humana. Aquí, en efecto había una revolución, y Turner pisa terreno más firme cuando argumenta que Reich, “quizá más que ningún otro filósofo sexual, [dio] al entusiasmo erótico de los años 60 una justificación intelectual, y sentó las bases teóricas de esa época”. Con o sin una actividad sexual en aumento, sin duda la gente habló más del tema: el alguna vez innombrable apoyo de la industria editorial y la vida cotidiana se llenó con paisajes y sonidos de los juegos previos y post coitales, así como de lo que sucedía en el ínterin. “Sexy” se llenó de una docena de adjetivos y la música popular no tocaba otro tema (“No puedo obtener satisfacción”). Si un Betjeman hubiera nacido una generación más tarde, el arrepentimiento de su vida no hubiera sido “no suficiente sexo”; para Larkin, pudo no haber sido demasiado tarde. Como fuera, la esposa de cualquier persona o los funcionarios estaban ahora en situación de riesgo ante los libros de izquierda por toda la casa.
La pregunta que Turner plantea aquí es la que todos nos hacemos: “¿Por qué una generación trató de encubrir su represión sexual adentrándose en una cabina?” La respuesta, como él indica, es que la ciencia ficción de Reich tenía un poderoso mensaje de redención y persuasión, enraizado tanto en Rousseau como en Freud, que resonó en un mundo donde la represión y la opresión se habían convertido en conceptos intercambiables. El hombre “Genital” pudo por fin escupir la manzana de su boca, y con ella, el conocimiento del bien y del mal que había encontrado tan amargo e indigesto: Reich no ofrecía sólo una cura sino una epifanía. Sólo faltó “La filosofía Playboy” de Hugh Hefner para que nos diera hedonismo con cara de conejo, para intercambiar de la vida de la mente por el espasmo generador de vida.
Intelectuales inorgásmicos
(online.wsj.com)
Para Germaine Greer, la liberación a través del sexo, “algo loco” como ahora parece, alguna vez se pensó que al menos “valía la pena intentarlo”. Saul Bellow utilizó una caja Orgone como cubículo de lectura. Uno puede haber esperado algo de escepticismo en Norman Mailer, quien, después de todo, estudió ingeniería en la Universidad de Harvard, pero era dueño de varios acumuladores Orgone e inspiró su rastreo por cientos de habitaciones en Nueva York en busca del “orgasmo apocalíptico”. Mailer reconoció a Turner que la variedad trascendente siempre le había eludido, pero luego, para no dejar una impresión equivocada, añadió que, de cualquier forma, “los intelectuales nunca tuvieron buenos orgasmos”. Como Alfred Kazin en una ocasión observó, “la nueva revelación de Mailer fue que en realidad todo era cuestión de desempeñar el papel correcto”. Turner describe a muchos de los amigos de Mailer en el Greenwich Village como hombres derrotados de la izquierda, desesperados por la liberación a través de la política y persiguiéndola a través del sexo: “Las cocteles desnudos y orgías en las dunas que [Dwight] MacDonald presidía desde su retiro en Cape Cod… fueron, como él las veía, una forma de política”.
Fritz Perls, uno de los primeros analizados por Reich y él mismo un prominente analista, terminó como cofundador y gurú residente en Esalen, Big Sur, con una exuberante barba y vestido de manera apropiada, seguido por unos acólitos que Mailer, citando a Reich, denominó “Los rebeldes imperativos del yo”. Otros que vieron los beneficios de entrar al armario fueron Jack Kerouac, Allen Ginsberg y William S. Burroughs. La revolución sexual fue un proyecto de la contracultura que proveyó no sólo algo más personal sino más duradero que la política en la que se prodigaba demasiada preocupación y dinero. Reich fue sobriamente revisado en el connotado Journal of the American Medical Association y previsiblemente celebrado en el Nation. Todo el mundo aprendió que la auto-represión era el nuevo auto-abuso.
La credulidad humana es elástica, pero no infinita. El enemigo de Reich fue una hermosa modelo convertida en periodista llamada Mildred Edith Brady, cuyos artículos llamaron la atención de la Food and Drug Administration. La FDA estaba más preocupada por el fraude que con la moral y las pruebas por encargo de científicos independientes, con resultados predecibles. Las órdenes fueron atendidas y los acumuladores destruidos. Procesado por su negativa a destruir las cabinas, Reich condujo su propia defensa, que finalmente fracasó. Murió en su celda de un ataque al corazón antes de cumplir el año, mientras planeaba investigaciones ulteriores.
Christopher Turner. Adventures In the Orgasmatron. Wilhelm Reich and the Invention of Sex. 446pp. Fourth Estate.
Tomado de: The Times Literary Supplement. Enero 4, 2012.
Traducción y edición: José Luis Durán King.